2. EL TRONO DE LA LEY

INTRODUCCIÓN

En Éxodo 25—31; 35: 4—39: 43, se da la ley respecto a la construcción del tabernáculo, o sea, la carpa de reunión: «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos. Conforme a todo lo que yo te muestre, el diseño del tabernáculo, y el diseño de todos sus utensilios, así lo haréis» (Éx 25:8, 9). Había que seguir este patrón estrictamente, sin variación. Cuando se describe por medio de Ezequiel el templo ideal o simbólico del futuro, el reino de Cristo, de nuevo se requiere la adherencia al modelo (Ez 43: 10). De este énfasis en el carácter absoluto del modelo también se habla en Hebreos 8: 5; 9: 23.
Así que;
primero, Dios da el modelo para el tabernáculo y es por entero su obra. J. Edgar Park lo ve como obra del hombre y «respuesta del hombre a Dios».
«Así como el Creador hizo la tierra para que el hombre morara en ella, el hombre debe hacer una morada para el Creador.» Park no ve esto como un relato histórico, ni tampoco revelación. Esto puede ser un pensamiento lindo, pero no es verdad. Dios requiere el patrón y los materiales, y se espera que sus súbditos obedezcan.
Cuando los súbditos construyen un palacio para su monarca, no es como una «respuesta» a él, sino en obediencia a su rey.
Esto, por supuesto, apunta a;
Un segundo aspecto de la ley del santuario: el tabernáculo es más que una carpa de reunión: «Es el palacio del Rey en el cual el pueblo le rinde homenaje». En este punto aparece una falacia central del enfoque eclesiástico del tema.
Los fervorosos eruditos bíblicos, aunque afirman su fe en lo fundamental, han participado de la creencia moderna de que la religión es asunto eclesiástico. En su análisis de la tipología y simbolismo del tabernáculo, recalcan su relación a la adoración eclesiástica. Pero la reducción de la religión a la iglesia es una herejía moderna; el dominio de la religión es la totalidad de la vida, y el interés del santuario es la vida total. El tabernáculo era el palacio del Dios el Rey, Señor del pacto de Israel, desde donde gobernaba a la nación en forma absoluta.
Israel se presentaba en el palacio, no solo para adorar sino para recibir órdenes en todo respeto y en todo aspecto.
Tercero, como resultado, solo podía haber un santuario, porque solo hay un Dios verdadero, un Dios, un trono, un ámbito. Puesto que había una ley que gobernaba el ámbito de Dios, había solo una fuente de ley: el palacio. Debido al punto de vista eclesiástico, es difícil que los hombres vean al tabernáculo como primordial y esencialmente el palacio o morada de Dios; para la mente orientada a la iglesia, era primordial y esencialmente un lugar de adoración. Incluso unos segundos de reflexión dejan en claro este punto.

LA LEY REQUERÍA QUE TODOS LOS VARONES SE PRESENTARAN TRES VECES ANUALMENTE EN EL PALACIO:

Tres veces en el año me celebraréis fiesta (Éx 23: 14).
Tres veces en el año se presentará todo varón delante de Jehová el Señor (Éx 23: 17).
Tres veces en el año se presentará todo varón tuyo delante de Jehová el Señor, Dios de Israel (Éx 34: 23).
Algunos objetarán que estas tres fiestas se describen como convocaciones «santas» (Lv 23:4) y son clara y esencialmente culto. Pero es un error serio asociar la santidad con el culto; el culto en sí mismo no es santo y puede ser blasfemo; la santidad no se refiere al culto sino a Dios en todos sus caminos y en todo su ser.
Así, toda actividad santa, sea en casa, en el campo, la corte, la iglesia o la escuela, es actividad santa. La perspectiva «medieval», aunque corrupta por el neoplatonismo, era más bíblica que el concepto moderno del estado como agencia profana y secular, o sea, fuera del palacio de Dios y separado de él. Debido a que el monarca representaba el ministerio de justicia de Dios, y debido a que gobernaba como el viceregente de Cristo el Rey, el cargo del monarca era así visto como oficio santo.
El rey era, en verdad, una semejanza de Cristo. El rito de coronación lo transformaba sacramentalmente en un Christus Domini, es decir, no solo en una persona de rango episcopal, sino en una imagen de Cristo mismo. Por este rito, el profesor Kantorowicz escribe: «El nuevo gobierno estaba ligado al gobierno divino y al de Cristo, el verdadero gobernante del mundo; y las imágenes del Rey y Cristo [se] unían lo más posible». Tales representaciones dramáticas del significado de la monarquía no estaban confinadas a la coronación del rey.
En los grandes festivales religiosos del año «se hacía coincidir el día de exaltación del rey con el de [la exaltación del Señor» a fin de hacer «la realeza terrestre mucho más transparente contra el trasfondo de la realeza de Cristo». En la Francia capetina como en otras partes, se hacían de tales festivales religiosos a menudo la ocasión para la coronación festiva del rey; y, conforme en estos festivales se realizaban de igual manera las asambleas políticas del reino, el entrelazado de las dos esferas se subrayaba mediante ceremonias litúrgicas que recalcaban la dignidad sacerdotal de la realeza.
Lo que a nosotros nos parece nada más que pompa festiva era, a decir verdad, un acto sacramental tanto como de trascendencia constitucional. Era precisamente su ungimiento como Christus Domini lo que levantaba al rey por sobre incluso los duques más poderosos. En las controversias políticas de principios del siglo doce se aduce este hecho vez tras vez.
Sin embargo, debido al neoplatonismo, el concepto de continuidad hecho para una unidad de ser entre Dios y el rey condujo a la adoración del gobernante y un orden anticristiano. En términos de la discontinuidad bíblica de ser entre Dios y el hombre, hay que mantener la tipología del rey como viceregente. La tipología no se puede transformar en un concepto de continuidad.
La santidad tiene por lo tanto referencia primordial y esencialmente a Dios, y, en segundo lugar, a todo lo que se hace en su nombre, según su palabra, y para su gloria. Todas las cosas fueron creadas por Dios totalmente buenas, y por consiguiente santas, separadas y dedicadas a él. Los hombres, por su caída, se han vuelto profanos. La meta de la redención es la restauración del universo a la santidad, su recreación, y la separación de los réprobos o cananeos de «la casa de Jehová de los ejércitos» (Zac 14:20, 21).
El tabernáculo era el palacio de Dios; era el santuario porque era el palacio o morada de Dios. En el desierto, y en los primeros años, Dios hizo su palacio como la gente hacía sus viviendas, en una carpa. Fue más tarde, con David, que el pueblo cobró consciencia del contraste entre sus casas y el palacio de Dios, todavía en una carpa (2ª S 7: 2). Dios difirió la construcción de este templo, casa, o palacio de Dios, hasta el reinado de Salomón (2ª S 7: 4-29).
El tabernáculo, y el templo después, siguió siendo primordialmente palacio, no casa de adoración. La adoración era local, y su lugar era en la familia. El sabbat se guardaba en casa, no en el santuario. Ver el tabernáculo y el templo como estructuras de iglesia es leer la Biblia de manera equivocada. El que había adoración en el santuario no altera este hecho.
El hombre adoraba a Dios en todas partes: cuando mataba carne, ganado o animales domésticos, se derramaba la sangre en adoración. Las oraciones y sacrificios se ofrecían antes de la batalla, y el pecado de Saúl fue que no esperó a que Samuel llegara y ofreciera el sacrificio (1ª S 13). Pero el lugar normal de adoración era la casa, en donde se observaba el sabbat.
Cuarto, el tabernáculo no tiene contraparte en la iglesia. Cuando en la muerte de Cristo el velo del templo se rasgó en dos (Mt 27:51), se estableció abiertamente el fin del templo como palacio. El nuevo templo es Jesucristo, a quien crucificaron por afirmar que era el verdadero templo, construido por su resurrección (Mt 26: 61; 27: 40; Jn 2: 19-21,). Por morar en ellos el Espíritu Santo, los creyentes son ahora en cierto sentido templos de Dios (1ª Co 3: 16, 17), como también la iglesia, de la que se habla como «la casa de Dios» (1ª Ti 3: 15; 1ª P 4: 17), pero la «iglesia» que así se designa no es una habitación o estructura visible sino la congregación visible o iglesia de Cristo.
El templo, o, más precisamente, el tabernáculo, tiene su cumplimiento en Cristo, y el verdadero Lugar Santísimo ahora queda abierto a los hombres de fe gracias a que por «la sangre de Cristo» el pueblo del pacto de Dios tiene acceso al trono (He 10:19-22).
El tabernáculo tenía tres recintos. Primero, estaba el atrio, abierto solo al pueblo del pacto y, aunque encerrado, abierto al cielo. El segundo recinto estaba abierto solo a los sacerdotes y estaba encerrado en velos aunque todavía ligeramente iluminado. El tercero, el Lugar Santísimo, estaba encerrado en velos y oscuro, y solo el sumo sacerdote entraba allí, una vez al año. En el cielo, Dios mora como Gobernador del universo; en el tabernáculo, Dios moraba «en su condescendiente gracia» como gobernante de su pueblo del pacto.
Con la encarnación, la presencia en el tabernáculo dio paso al Dios-hombre encarnado, Jesucristo. Con la ascensión, el Espíritu Santo continúa la obra de gobierno; al Espíritu Santo así no se le puede separar de la ley y gobierno en ningún sentido. Sin embargo, incluso más, una nueva etapa apareció con Cristo en el gobierno de Dios el Rey. El santuario celestial, el trono del mundo, llegó a ser el trono de Cristo, que reina ahora para subyugar a todos sus enemigos (1ª Co 15: 25), para que se cumpla la profecía triunfante: «Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap 11: 15).
En términos de este propósito, Jesucristo dijo a los hombres del pacto: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones…» (Mt 28:18, 19). La iglesia es enviada al mundo como parte del imperialismo de Cristo, para someter al mundo a su reino.
Quinto, en el lugar santísimo, el trono de dios es la ley.
Fairbairn llamó la atención a esto con claridad:
La conexión ahora indicada entre la revelación de la ley en el sentido estricto, y la estructura y uso de la morada sagrada, brota muy contundentemente en la descripción que se da del tabernáculo, que, después de mencionar las diferentes clases de materiales que se deben proveer, empieza primero con el arca del pacto: el depósito, como se pudiera igualmente llamar, del decálogo, puesto que era un cofre que contenía las tablas de la ley, y como tal se tenía como el asiento o trono desde el cual Jehová manifestaba su presencia y gloria (Éx 25:2, 9, 40, etc.).
Era, por consiguiente, el mueble más sagrado del tabernáculo, el centro desde el cual todo lo relativo a la camaradería de los hombres con Dios debía proceder, y derivar su carácter esencial.
El arca contenía el tratado, la ley del pacto entre Dios y el hombre. El arca era pues el depósito de la ley y simbolizaba la ley. El otorgamiento de la ley fue un acto de divina gracia hacia el pueblo del pacto, y su trono es esa misma ley. La ley establece la justicia y rectitud de Dios, y es su gobierno declarado en sus detalles y principios. El significado central del arca hay que verlo en los términos de la ley.
«No puede haber duda: el contenido apropiado del arca eran las dos tablas del pacto, y ser el depósito de estas fue el propósito especial al fabricarse». El arca no era una silla normal; era obviamente un cofre, y el énfasis está en el contenido del cofre como el pacto entre Dios y el hombre, como la base del gobierno de Dios, y el trono de su realeza. Por consiguiente, hace violencia imposible a la realeza de

CRISTO SEPARARLO DE LA LEY, O VER LA OBRA DE CRISTO COMO ABOLICIÓN DE LA LEY.

Dios no hizo del altar su trono, porque el altar, aunque importante, establece la expiación, el principio de una nueva vida para el pueblo de Dios. La meta de la expiación, de la redención, es el gobierno de Dios en un reino total y gozosamente sujeto a la ley del pacto. Esta gozosa sumisión a la ley se manifestó por completo en Jesucristo, que declaró: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (He 10:5-9), y quien, como Rey, reina en los términos de una ley que él dictó y cumplió.
El tabernáculo tiene entonces una significación central para la ley bíblica: declara que el trono de Dios es su ley, y declara que el trono de la ley gobierna al mundo.

ES FE TRUNCADA Y DEFICIENTE LA QUE SE DETIENE EN EL ALTAR. EL ALTAR SIGNIFICA REDENCIÓN.


Establece el nuevo nacimiento del creyente. Pero ¿nuevo nacimiento para qué? Sin la dimensión de la ley, se niega a la vida el significado y propósito del nuevo nacimiento. No es de sorprender que la fe centrada en el altar se centre en el cielo y se centre en el rapto antes que en Dios. Busca un escape del mundo antes que el cumplimiento en el mundo del llamamiento de Dios y la palabra ley. No tiene conocimiento del trono.