5. SANTIDAD Y LEY

INTRODUCCIÓN

La relación entre la santidad y la ley es muy real e importante, aunque se descuida mucho. La atención se ha desviado, en años recientes, a conceptos erróneos por la obra influyente de Rudolf Otto: The Idea of the Holy [La idea de lo santo] (1923).
La santidad no se puede definir en sí misma ni de sí misma. Es un «atributo trascendental» de Dios y se debe definir primero que nada en relación a él.
Así que, primero, la santidad se debe definir, según las Escrituras, como separación, no allanable, con implicación de devoción. Tiene referencia a lo «inaccesible» de Dios. Como Vos señaló, tiene una significación ética: se refiere a la majestad y omnipotencia de Dios. En referencia al hombre, «el significado nunca es simplemente el de bondad moral, considerada en sí misma, sino siempre bondad ética vista en relación a Dios». Israel llegó a ser santo porque Dios en su gracia electora hizo de su pueblo del pacto su hijo por adopción (Dt 14:1-2).
Ahora bien, el hecho de que la santidad incluye separación, o, muy literalmente, un corte, hace evidente de inmediato su relación básica y esencial con la ley. La ley indica el principio del corte o separación. Donde hay ley, hay siempre una línea de separación. A la inversa, donde no hay ley, no hay línea de separación. Las sectas antinomianas pueden hablar fervorosamente de santidad, pero, debido a su negación de la ley, han negado el principio de santidad.
Se sigue, por consiguiente, que podemos decir, segundo, que toda ley bíblica tiene que ver con la santidad. Toda ley, al fijar una línea de división entre las personas de ley a diferencia de los pillos, las personas fuera de la ley, se preocupa por establecer un principio de separación en términos de Dios. Algunas leyes establecen también el principio de separación en una forma simbólica tanto como literal.
Por ejemplo, en Números 19:11-22, se requiere la separación de los muertos, y la purificación ritual después del contacto con los muertos. (Vea también Lv 5: 2, 3; 11: 8; Nm 31: 19, 20; 9: 10; Lv 21: 1-4; 22: 4, 6). Israel ha sido llamado a ser un pueblo santo (Éx 19:6; 22:31; 23:24; Lv 19:2; Dt 7:6; 14:2, 21; 26:18, 19).
Puesto que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22:32), ser hombre del pacto de Dios quiere decir separación de la muerte misma en última instancia.
Esta separación se establece en estas leyes. Siendo su destino la vida, el pueblo del pacto de Dios debe considerar la muerte como algo de lo cual Dios los separa. Es claro que la ley mosaica afirmó el principio de cuarentena en casos de enfermedades contagiosas en pleno reconocimiento de su naturaleza contagiosa, pero, incluso más básicamente, la ley de separación operaba en esa legislación para afirmar la santidad del pueblo de Dios (Dt 24:8; Lv 13).
El pueblo de Dios está destinado a la salud tanto como a la vida, y de aquí que se los «corta» simbólicamente de las enfermedades tanto como en protección del contagio.
No solo la muerte y la enfermedad debían ser apartadas del pueblo de la vida, sino también los eunucos y bastardos (Dt 23:1-2). También estaban prohibidas varias formas de mutilación propia (Dt 14:1, 2; Lv 19:27), así como también los tatuajes (Lv 19:28). La enfermedad y la edad pueden estropear el cuerpo; al pueblo de Dios se le prohíbe estropearlo. Algunas de estas marcas representaban pactos con otros dioses, otro motivo de separación.
Con respecto a la prohibición de eunucos y bastardos, o sea, su expulsión de la congregación debe ser hasta la décima generación. Según una nota de pie de página en el Talmud, entrar en la congregación del Señor era equivalente a ser «elegible para casarse con israelitas», y, según otra nota editorial, la expresión «hasta su décima generación» quería decir «el estigma es perpetuo».
La prohibición de matrimonio era quizá un factor real; la pena debe haber dado resultado para dificultar el matrimonio. Pero esto no va a la raíz del asunto. La prohibición no era en cuanto a fe; o sea, no se indica que los bastardos y eunucos. o en Deuteronomio 23: 3 amonitas y moabitas, no podían ser creyentes. Hay, de hecho, en Isaías 56: 4, 5 una promesa particularmente fuerte de bendición a los eunucos creyentes, y su lugar como prosélitos era real incluso en la era del fariseísmo endurecido (Hch. 8: 27, 28).
Rut, la moabita, se casó dos veces, primero con un hijo de Noemí, y después con Booz, para llegar a ser antepasada de Jesucristo (Rut 1:4; 4:13, 18-21; Mt 1:5). No hay razón para dudar que muchos eunucos, bastardos, amonitas y moabitas llegaran a ser creyentes y que fueran fieles adoradores de Dios. Congregación tiene referencia a toda la nación en su función gubernamental como pueblo del pacto de Dios. G. Ernest Wright la definió como «la totalidad de la comunidad organizada y reunida para varios propósitos, particularmente la adoración».
Los hombres de sangre legítima eran jefes de familias y de tribus. Estos hombres eran la congregación de Israel, no las mujeres y los niños, ni las personas excluidas.
Todo lo que la ley requería sobre la integridad y el decoro se debía aplicar a todo «extranjero» (Lv 19:33, 34), y por cierto no se dejaba fuera al hijo ilegítimo de un hombre, ni al eunuco, ni al amonita o moabita. El propósito del mandamiento aquí es la protección de la autoridad. La autoridad en el pueblo de Dios es santa; exige separación. No le pertenece a todo hombre solo debido a su humanidad.
La traducción de la Nueva Versión Internacional de Deuteronomio 23:1-3 podría permitir la admisión de estas personas excluidas en su décima generación.
Hay algo de base para tal interpretación en los términos de Deuteronomio 23:7, 8, en donde a los edomitas se les da entrada en «la congregación de Jehová» en la tercera generación.

LAS BASES PARA LA EXCLUSIÓN SON SIGNIFICATIVAS.

Edom recibió a Israel con enemistad abierta, franca (Nm 26:18, 20), y Egipto procuró destruirlos (Éx 1:22), pero Amón y Moab procuraron más bien pervertir a Israel (Nm 22:25; 31:16), después de que Israel les mostró tolerancia (Dt 2:9, 19, 29). Un débil eco de este principio apareció en la forma en que Napoleón trató al cirujano mayor Mouton, que había desdeñado a la princesa de Liechtenstein y a los hombres de su casa.
Napoleón, haciendo que Mouton compareciera ante su personal, declaró: «Entiendan esto, caballeros, uno mata hombres, pero nunca los avergüenza. ¡Fusílenlo (a Mouton)!». Más tarde, se le perdonó la vida a Mouton y él entendió la lección.
Edom y Egipto trataron de matar a Israel; Amón y Moab trataron de pervertir y degradar a Israel, y su castigo fue debidamente severo.
Se citan otras causas de impureza ceremonial y física: hemorragia (Lv 15: 2-16, 19-26); alumbramiento (Lv 12: 1, 2, 4, 5); menstruación (Lv 15: 19-31; 18: 19); relaciones sexuales, como en contra de la creencia del culto de la fertilidad de que implicaba comunión con los dioses (Lv 15:16-18; 18:20); personas inmundas (Nm 19:22); botín de guerra (Nm 31: 21-24); y también el tocar o comer cosas santas sin autorización (Lv 22: 3, 14). El enfoque humanística ve en estas leyes un remilgo con respecto a las cosas, o si no un aborrecimiento puritano de ellas. Nada puede estar más lejos de la verdad. El punto en cuestión no es la respuesta del hombre a las cosas sino su santidad en términos de separación para el Dios viviente.
Muchas de las cosas citadas constituían, en el paganismo, maneras particulares de santidad; aquí, la base de la santidad es separación para Dios.
El asunto de los votos va estrechamente ligado a la santidad. Hacer un voto es dedicar algo o uno mismo a Dios, santificárselo. Las leyes de los votos, así como también las leyes de redención de las cosas en cuestión, aparecen en Levítico 22:21; 27:1-29; Números 6:3-21; 30:1-15; Deuteronomio 12:6, 26; 23:21-33.
Los votos eran voluntarios, pero un aspecto importante del voto nos lleva a un tercer aspecto de la ley de santidad. El hombre siempre quedaba ligado por su voto.
El hombre, creado a imagen de Dios, fue llamado a andar bajo la ley de Dios y en obediencia al mandato de la creación. John Marsh ha llamado la atención a un aspecto aleccionador de la responsabilidad-imagen del hombre:
Un hombre siempre queda obligado incondicionalmente por cualquier clase de voto (o sea, votos de toda clase, y un voto de abstinencia). Es interesante notar que para la mentalidad hebrea la palabra de todo hombre debía realizar aquello que impone: la palabra de Dios, por supuesto, siempre lo hacía; no podía volver a él vacía. Un hombre podía acariciar intenciones de hacer ciertas cosas y no estar obligado por ellas. Pero una vez que expresaba su intención en palabras, entonces la obligación pesaba sobre él incondicionalmente.
Solo un hombre libre podía hacer tal voto. Una vez hecho, tenía que cumplir el voto. El voto de una mujer soltera podía ser anulado por su padre; como estaba bajo autoridad, no podía hacer lo que quisiera. Lo mismo era cierto de la mujer casada (Nm 30:1-16). Una mujer divorciada o viuda era libre para hacer votos, pues era independiente. La implicación era clara.
La santidad y devoción de una mujer está sujeta primero que nada a la autoridad de su esposo. La ley de Dios desautoriza todos los votos de servicio que una mujer hace sin el consentimiento de su esposo o su padre. La santidad de una mujer no se halla en una evasión de su lugar.
Un voto de tipo especial era el del nazareo (Nm 6:2-21). El nazareo era un hombre o una mujer que hacía un voto o por una temporada observaba leyes estrictas de separación en el curso del cumplimiento de su voto. La abstinencia de licores de todo tipo, de uvas y pasas, no cortarse el cabello, y la separación de los muertos marcaba el aspecto notorio de este voto. El período usual del voto era breve. No había separación de la rutina de la vida de familia y de trabajo. La esencia de la separación nazarea no era la abstinencia sino la separación «para el Señor» en el cumplimiento de un servicio o voto en particular.
Un cuarto aspecto de la santidad aparece en cuestiones de alimentos. No se podía comer ninguna carne despedazada por las bestias del campo (Éx 22: 31), o sea, carne de un animal que no se hubiera matado como era debido (Lv 7: 22-27).
Las primicias se daban al Señor (Éx 23: 19; 34:26), indicando con ello la santidad del todo. Estaba prohibido comer la grasa y la sangre (Lv 7: 22-27; 19: 26). Se mencionan los animales limpios e inmundos en cuanto a alimentación (Lv 11); queso bien al pueblo del pacto se le prohíben los animales muertos e inmundos, si los extranjeros los consideraban buen alimento, no estaba mal venderles tales artículos (Lv 17:10-16).
A los árboles frutales había que dejarlos cinco años antes de que se consideraran «circuncidados» y comestibles (Lv 19:23-26); la circuncisión del árbol era la recolección ceremonial en el cuarto año y en dedicación al Señor. Los alimentos que Dios había prohibido deberían ser «abominables» para su pueblo (Lv 20:25; Dt 14:13-21). No hay duda de que estas leyes eran y son básicas para la buena salud; también no hay duda del hecho de que son leyes de santidad. Estas leyes de santidad son una «bendición» (Dt 12:15) para la vida física del pueblo de Dios, o sea, para su salud.
En este respecto, ellas son otra ley de separación de la muerte. La salud es casi un aspecto de santidad, y la plenitud de la salud está en la resurrección.
Un quinto aspecto de la santidad tiene referencia al vestido. El vestido travesti es «abominación» al Señor (Dt 22:5); es una hostilidad estéril y perversa al orden creado de Dios. De manera similar, se prohíbe llevar vestido de materiales mezclados, lana y lino juntos (Dt 22:11; cf. Lv 19:19). Unir de manera no natural cosas diversas es despreciar el orden de la creación de Dios.
Sexto, la tierra misma es santa y se puede contaminar hasta si se deja a un hombre colgado de noche (Dt 21:22, 23). En breve, la tierra misma se debe considerar como separada y dedicada a Dios. Tenemos aquí una instancia de norma jurídica. Si un cuerpo que se deja por la noche contamina la tierra, ¿cuánto más el uso abusivo de la tierra por parte del hombre, su menosprecio de la creación de Dios, y su intento de hibridar y mezclar lo que Dios ordenó que sea separado?
Finalmente, séptimo, se debe notar que, en tanto que los cristianos evangélicos hoy se preocupan grandemente por la santidad personal, la Biblia también se preocupa por la santidad nacional. El llamado a ser un pueblo santo, declarado repetidas veces, tiene referencia a la nación, llamada a ser «una nación santa» (Éx 19: 6).
La santidad de una nación descansa en su estructura-ley. En donde se imponen las leyes de Dios, y se protege la verdadera fe, existe una nación santa. El filo cortante de la ley es el principio de la santidad nacional. Sin este cimiento de ley, no puede existir santidad. Mediante la ley de Dios, una nación se dedica a sí misma a la vida; sin la ley de Dios, se dedica a la muerte, y se «corta» del único verdadero principio de vida.
En todo, pues, la santidad nos lleva cara a cara con leyes bien materiales. Toda ley bíblica se preocupa por la santidad. Toda ley produce una línea divisoria, una separación entre los que acatan la ley y los que la quebrantan. Sin ley, no puede haber separación. La antipatía moderna y su aborrecimiento de la ley también es aborrecimiento de la santidad.

Es un intento de destruir la línea de separación entre el bien del mal mediante la abolición de la ley. Pero, debido a que Dios es santo, la ley está escrita en la estructura misma de todo ser; no se puede abolir la ley; solo se la puede imponer, si no por el hombre, entonces ciertamente por Dios.